A modo de epílogo: Murió nuestro genial escritor sin imaginar ni por un momento la gloria que le esperaba. A su entierro sólo asistieron su mujer, su sobrina Constanza y los corraleños Gabriel Martínez y Francisco Martínez. Después de una vida tan ajetreada y llena de penurias, después de haber conocido en tan pocas ocasiones la felicidad, me viene a la memoria uno de esos viejos refranes manchegos que tanto le gustaban a Sancho Panza.
Si en el 2005 celebramos el IV centenario de la publicación del Quijote con grandes fastos y alharacas, en 2016 toca conmemorar el IV centenario de la muerte de su creador, si bien esta vez con mucha menos pompa y parafernalia, que se ve que no están los tiempos para excesos culturales. Una vez más, como si de un ritual se tratase, numerosos municipios manchegos pretenden arrogarse el dudoso mérito de ser “ese pueblo del que nuestro genial escritor ni tan siquiera quería acordarse”. Curioso motivo de orgullo -pensarán algunos-… Da lo mismo… Con tal de conseguir notoriedad y aparecer en televisión, no faltarán localidades manchegas que pretendan convencernos de que conservan intacto el establo donde Rocinante estampó sus primeras boñigas, o donde Sancho llevó a cabo sus juveniles escarceos amorosos. Todo sea por intentar que se hable del pueblo y atraer ese turismo de curiosidad que tanto se hace rogar en la Mancha.
Y es que aunque todos hablan del
Quijote, muy pocos parecen haberse leído más allá de sus primeros renglones. De
haberlo hecho, se hubieran dado cuenta de que Cervantes disfrutó como un niño a
la hora de sembrar confusión sobre el lugar de residencia del Ingenioso Hidalgo
y que incluso previendo disputas entre las localidades manchegas, tuvo a bien
dejarlo claro en el último capítulo de su segunda parte, donde al referirse a
la muerte de Don Quijote, escribe: “... Este fin tuvo el Ingenioso
Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente,
por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por
ahijársele y tenérsele por suyo...” -Más claro,
agua-.
Ignorando este último punto,
los pueblos manchegos continúan obsesionados por convertirse en el lugar de
morada de Don Quijote, a base de arrimar el ascua a su sardina. Es decir: a
base de interpretar favorablemente las partes del libro que les son
convenientes y obviar las que no les interesan. Gracias a este curioso e interesado
procedimiento, tanto Miguel Esteban, como Pedro Muñoz, Mota del Cuervo,
Argamasilla de Alba, Villanueva de los Infantes, Alcázar de San Juan y hasta el
propio Corral de Almaguer, entre otros muchos lugares de cuyo nombre no quiero
acordarme para no alargar excesivamente este artículo, han lanzado en alguna
ocasión sus propias e interesadas teorías. Ni que decir tiene que ninguna y
todas son verdaderas, pues el lugar existió únicamente en la mente de
Cervantes.
Dejando de lado tan absurdas polémicas,
vamos a centrarnos en lo que de verdad nos interesa y que nadie jamás podrá
rebatirnos: que Corral de Almaguer es por méritos propios un lugar
Cervantino, por mucho que les pese a aquellos que de forma interesada, por
descuido o falta de conocimiento, lo han venido ignorando en sus rutas
quijotescas, conmemoraciones seculares y celebraciones de variado signo. Y es
que si existe un pueblo en la Mancha que puede presumir de contar con personas
que influyeron en la vida de Cervantes, tanto para bien como para mal, ese es
Corral de Almaguer.
Y para demostrarlo, vamos a remontarnos
al año 1562 para conocer a un Cervantes de 22 años declarado en rebeldía, que
tiene que huir de España para evitar entrar en prisión y que le corten una de
sus manos. Así lo establecía la sentencia dictada contra él en Madrid, por
haber ocasionado numerosas y graves heridas a Antonio Sigura, maestro de obras
de la Corte. No vamos a entrar en los detalles del suceso, pues nos llevaría
mucho tiempo y espacio, pero si en el hecho de que gracias a esa huida nuestro
escritor conoció la cuna del renacimiento –Italia- y entró a trabajar bajo las
órdenes de monseñor Aquaviva. Un año después y para expiar sus culpas con la
justicia española, Cervantes decide alistarse en el Tercio de Nápoles,
comandado por aquel entonces por don Álvaro de Sande, uno de los militares
más sobresalientes de su tiempo, amigo personal de su padre y Comendador de
Corral de Almaguer.
Tras participar meses después en la
batalla de Lepanto junto a su hermano Rodrigo y perder la movilidad del brazo
izquierdo como consecuencia de un arcabuzazo, Cervantes fue capturado por los
piratas cuando llevaba a España importantes cartas de don Juan de Austria y del
Duque de Sessa. Este hecho lo llevaría a ser considerado por los corsarios como
un militar importante y por lo tanto candidato a un elevado precio de rescate. En
los cinco años de cautiverio que pasó en Argel, nuestro escritor protagonizó
numerosos intentos de fuga y entabló amistad con otro corraleño, Alonso Hernández,
al que con toda probabilidad ayudó a escapar, dado que los Padres Trinitarios
fray Juan Gil y fray Antón de la Bella, encargados de su rescate y el de
Cervantes, no consiguieron encontrarlo por ningún lado.
Regresó el escritor a España en
1580 después del pago de 500 ducados y no tuvo más remedio que realizar varios
trabajos confidenciales para la Corte, en vista de la penosa situación
económica que atravesaba su familia por haber afrontado su rescate y el de su
hermano. Cuatro años más tarde, en 1584, nacía su hija Isabel Saavedra como
consecuencia de una relación pasajera con Ana Franca de Rojas y en diciembre de
ese mismo año decidía casarse en Esquivias con Catalina de Salazar y Palacios;
un matrimonio infeliz que acabaría apenas dos años después de la boda y que no
dejaría hijos.
Dando tumbos de acá para allá y
siempre con la penuria económica acechando sus espaldas, nuestro genial
escritor decidió solicitar un puesto de funcionario real en la administración
de las Indias, pero una vez más le faltaron influencias y dineros suficientes
para conseguirlo. Rechazada su petición, consiguió por fin un puesto como
recaudador de impuestos o comisario de abastos en distintas provincias de
Andalucía, que tenía como objetivo surtir a la Armada Invencible de grano y
aceite. Incómodo trabajo que le llevaría
a enfrentarse con propietarios, agricultores y hasta con la propia iglesia (con
la iglesia hemos dado, amigo Sancho) y le supondría ser excomulgado en la
ciudad de Ecija y encarcelado en Castro del Río. Una vez superados los
problemas y aprobadas las cuentas, Cervantes fue propuesto de nuevo como
recaudador de tercias y alcabalas, esta vez en la provincia de Granada.
Corría el año 1594 y se trataba de
recaudar nada menos que dos millones y medio de maravedíes en impuestos atrasados.
Para poder convertirse en
recaudador oficial de tan gran suma y en previsión de que pudiera desaparecer
con el dinero, la administración exigía al comisionado la presentación de
avales que respondieran ante cualquier eventualidad surgida en el ejercicio del
cobro. Y es aquí donde nuestro inmortal escritor entra en contacto con un
nuevo corraleño. En esta ocasión con Don Francisco Suárez Gasco, que se le
ofrece como avalista. Don Francisco Suárez Gasco, natural de Corral de
Almaguer pero casado y vecino de Tarancón, era sobrino de Don Pedro Gasco
(Consejero de Castilla y Virrey interino de Navarra), además de nieto del
comendador Francisco Suárez (fundador de la capilla colindante con la sacristía)
y sobrino-nieto del obispo Martín Gasco (fundador de la capilla de los Gascos).
Dedicado desde siempre a los negocios familiares pero con antecedentes de
destierro de la Corte y del Corral de Almaguer, avaló a Cervantes con 4.000
ducados, que venían a ser un millón y medio de maravedíes.
Tras firmar los correspondientes compromisos y obligaciones de pago,
nuestro inmortal escritor se dirigió a Granada para comenzar su labor
recaudatoria entre los distintos pueblos de la provincia andaluza. Como
manejaba cifras importantes en sus recorridos por los distintos lugares y para
evitar pérdidas o robos, cada cierto tiempo depositaba lo recaudado en un banco
de Sevilla regentado por Simón Freyre de Lima. Hasta aquí todo normal. El
problema surgió cuando tras acabar el trabajo y a punto de presentar las
cuentas, el banquero de origen portugues había entrado en bancarrota. Temeroso nuestro
paisano Francisco Gasco de no poder justificar el dinero que faltaba por
entregar a la administración, descargó la responsabilidad en Cervantes y
solicitó que fuese él quien acudiese a la Corte para dar las oportunas
explicaciones. Sin embargo, el juez de Sevilla no permitió a Cervantes mostrar
las cuentas y abusando de su poder lo condenó a varios meses de cárcel en la
prisión Real de la ciudad. Es en este período cuando se supone que comenzó a
escribir El Quijote.
Discurre su vida desde entonces entre Madrid, Toledo, Esquivias y
Valladolid, que es donde se había trasladado la Corte, sin desprenderse de las
penurias económicas habituales, pero con numerosos trabajos literarios ya
publicados. Tanto es así, que incluso es objeto de las envidias del propio Lope
de Vega, por aquel entonces considerado el súmmum de los escritores. Dando
tumbos de acá para allá, pero sin dejar de escribir todo tipo de obras y
estilos -incluida la segunda parte del Quijote- nuestro escritor va a terminar
sus días en la misma calle en la que vivía Lope de Vega, aunque no en un
caserón de su propiedad como éste, sino en un piso de alquiler propiedad
curiosamente de un nuevo corraleño: el notario o escribano Gabriel Martínez.
Se trataba de una buena vivienda de dos plantas y palomar, situada en el
madrileño barrio de Antón Martín y concretamente en el número 20 de la calle
del León, esquina con la antigua calle Francos (actual calle de Cervantes). Las
estancias superiores del edificio se encontraban ocupadas por el escribano
D. Gabriel Martínez, natural de Corral de Almaguer, propietario del inmueble y
por tanto casero de D. Miguel de Cervantes, con el que acabaría fraguando una
cordial amistad.
Se daba también la circunstancia de
que el mencionado Gabriel Martínez tenía un hijo, Francisco Martínez, que
era capellán del convento de las Trinitarias al que acudía D. Miguel de
Cervantes para confesarse y oír su misa diaria. Cuando el día 23 de abril del
año 1616 Cervantes fue enterrado en el mencionado convento, nuestro paisano
Francisco Martínez ejerció como presbítero y testigo de su sepelio,
además de confesor, casero y testamentario.
A modo de epílogo: Murió nuestro genial escritor sin imaginar ni por un momento la gloria que le esperaba. A su entierro sólo asistieron su mujer, su sobrina Constanza y los corraleños Gabriel Martínez y Francisco Martínez. Después de una vida tan ajetreada y llena de penurias, después de haber conocido en tan pocas ocasiones la felicidad, me viene a la memoria uno de esos viejos refranes manchegos que tanto le gustaban a Sancho Panza.
“a burro muerto, la cebá al rabo”
Rufino Rojo García-Lajara (Febrero de 2016)
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