El estallido de la Revolución Francesa en 1789 alteró de forma notable el equilibrio internacional, poniendo en guardia a las diferentes monarquías europeas. A pesar de los recelos y miedos que semejante levantamiento popular suscitó en la Corte Española, su continuidad estaba asegurada gracias al apoyo incondicional de la Iglesia y a la utilización de la inquisición como cortafuegos.
Una vez estabilizado el país vecino con la presencia de Napoleón como nuevo Emperador, la decadente monarquía española dominada desde 1792 por el valido del rey Carlos IV, Manuel Godoy, retomó la tradicional alianza con Francia en claro enfrentamiento contra el enemigo común, Inglaterra, y su aliado Portugal. Una vinculación poco fructífera para España que la llevaría a la derrota de Trafalgar, a la pérdida del control de las colonias en América y a la clara subordinación de España a Napoleón, quien, con la excusa de invadir Portugal (tratado de Fontainebleau), desplegó sus tropas a comienzos de 1808 en lugares estratégicos de la Península: Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Figueras.