Ensayo sobre la decadencia y el
abandono de nuestro patrimonio
No sé sí calificarlo como señal
de romanticismo o preocupante síntoma de vejez, pero confieso que me gusta
pasear por las calles del pueblo durante las horas menos transitadas del
día. Al igual que mucha gente de mi generación, tengo grabados en los
intrincados recovecos de la memoria, el amplio abanico de ruidos, colores y
olores que acompañaron mi infancia, y reconozco que disfruto rememorándolos al
atravesar los pocos rincones de la localidad que aún conservan su esencia.
Posando la vista en esa oxidada reja o en aquella vieja pared desconchada y
remendada de humedad, puedo viajar en el tiempo y trasladarme a pasadas épocas
de bullicio callejero, corrales y patios de vecinos, en los que la vida
transcurría a la vez ligera y ruidosa, mezclando el traqueteo sordo y renqueante
de las ruedas de los carros, con los olores de las chimeneas, los pucheros
hirviendo, la ropa recién lavada y el intenso y característico tufo de los
animales de carga (mulas) en su camino diario hacia ninguna parte. Los azulados
colores de la mañana imprimían por aquel entonces pinceladas de frescura a las
encaladas paredes que componían el decorado de aquel limitado mundo infantil, y
los silbidos de las golondrinas y vencejos saludaban con vertiginosas piruetas
nuestro trayecto al colegio, mientras jugaban a kamikazes marrulleros que nunca acababan de
estrellarse. Finalizadas las clases, el macilento sopor del mediodía extendía una
pesada manta sobre el paisaje y el monótono canto de las chicharras nos
arrullaba de calma y abandono, hasta que el atardecer nos regalaba de nuevo
otro de sus momentos mágicos, al inundar con oro puro las fronteras de nuestros
sueños. Las aceras y las plazas se convertían entonces en enormes decorados y
las aventuras aparecían por las esquinas o camufladas entre los árboles y las
farolas, dispuestas a consumir nuestra niñez entre pan y chocolate o pan y
quesito.