viernes, 21 de octubre de 2016

Hambre y Miseria en Corral de Almaguer (La gran inundación)



Corral de Almaguer en la Inundación de marzo de 1947

 

Introducción


No se puede decir que el siglo XIX fuera especialmente generoso con nuestra población. Antes bien, desde mitad de siglo se fueron concatenando una serie de trágicos acontecimientos y desgracias, que enturbiaron la ya de por sí difícil situación de las clases más menesterosas de la localidad -jornaleros y labradores en su mayoría- hasta parecer que el mismo cielo les había enviado un castigo. (No olvidemos que para los clérigos de la época, cualquier desgracia suponía un castigo divino por más que siempre afectase a los pobres).


Para comenzar, la situación de los campesinos había empeorado sensiblemente tras la venta de las enormes propiedades de la Iglesia, el Ayuntamiento y la Orden de Santiago en pública subasta. Y es que como consecuencia de las llamadas desamortizaciones de Mendizábal y Madoz (reinado de Isabel II) se pusieron a la venta la mitad de los terrenos del término municipal de Corral de Almaguer. Aunque la idea original no era mala, pues se trataba de conseguir un mejor reparto de la riqueza y una mayor producción, la realidad es que sólo se consiguió el segundo objetivo, dado que a las mencionadas subastas no concurrieron los agricultores de los pueblos –en su mayoría analfabetos- sino personas acaudaladas, funcionarios públicos y ricos propietarios de la capital, únicos que poseían el dinero y la información suficiente para acudir a las pujas. Como consecuencia de ese cambio de propiedad, en los grandes territorios de Castilla la Mancha, Extremadura y Andalucía, se instaló una nueva y poderosa clase latifundista: Los Caciques, que acabaron por controlar la política y la economía de la nación.



 Y como su único objetivo era conseguir dinero y para ello necesitaban mayor producción, no dudaron en roturar y deforestar los montes y las laderas de los ríos, hasta desertizar la comarca. De aquellos polvos, resultarán luego los lodos de los que hablaremos más adelante.

Ansiosos por controlar la economía de los municipios, los caciques se hicieron también con el gobierno de los Ayuntamientos y Diputaciones (poniendo de moda el pucherazo) para así fijar los precios de los jornales en beneficio propio y empobrecer aún más las condiciones de vida de los jornaleros. Sin pretenderlo, estaban fijando los cimientos del creciente malestar en el campo, que acabaría explotándoles en la cara durante la primera mitad del Siglo XX.

Inundación de 1947 desde la calle alcacer, antes de que existiera el parque
Y es que a estos nuevos terratenientes, auténticas garrapatas chupasangre de los campesinos, como los calificaba nuestro añorado don Crisanto, o "Vergüenza Nacional” como los denominaba don Joaquín Costa, no les interesaba en absoluto el progreso de los pueblos, sino únicamente tener a su disposición mano de obra barata, dócil y abundante, para conseguir el máximo de beneficios. No es de extrañar por lo tanto que en 1880 decidieran desalojar la escuela de primeras letras del Ayuntamiento de nuestra localidad, para instalar en ella un Casino donde reunirse a fumar sus puros y comentar la política de la nación.

Como consecuencia de esa manifiesta avaricia, egoísmo y falta de escrúpulos, los últimos 25 años del siglo XIX supusieron para Corral de Almaguer el hundimiento definitivo en el olvido y su relegamiento a pueblo de segunda categoría, del que ya jamás se recuperó.

 
Epidemias y miseria

En medio de este triste panorama y como resultado del desinterés de esos gobernantes por una mínima inversión, Corral de Almaguer se convirtió en uno de los pueblos más insanos de la provincia. La insalubridad era la norma en calles y casas, y la mala alimentación (a base de gachas de almortas) la tónica habitual en la mesa de los pobres (más de 300 familias vivían en la miseria, engrosando la lista de los llamados “pobres de solemnidad”). Faltos de proteínas y vitaminas, los cuerpos de los campesinos y sus familias se convertían en objetivos fáciles para todo tipo de enfermedades contagiosas que sacudían con cierta periodicidad a la población. Viruela, difteria, tos ferina, poliomielitis, sarampión, tuberculosis, paludismo y otras muchas dolencias relacionadas con las malas condiciones sanitarias de las casas y la cercana convivencia con los animales, eran una constante entre los vecinos y producían una importante mortalidad.

Inundación de 1947 desde el puente grande
En los años 1880 y 1893 se constató una epidemia de viruela, en 1889 de difteria, en 1890 de trancazo o gripe, el paludismo o malaria era una enfermedad crónica en Corral de Almaguer y lo fue hasta después de la guerra civil, y a la tuberculosis no le faltaban cuerpos debilitados para infectar. La mala alimentación de los pobres, a base de gachas de almortas exclusivamente, hacía que con frecuencia apareciera el “latirismo” que afectaba al sistema nervioso central y producía graves espasmos y parálisis de los miembros inferiores, además de retraso del crecimiento y otras alteraciones en los niños. Como consecuencia del enorme atraso de la nación y la ausencia de antibióticos, la esperanza de vida en España entre 1860-1887 cayó a tan sólo 29 años (menor que en la edad de piedra) mientras en Francia era de 43, en Inglaterra de 45 y en Suecia de 50. La mortalidad infantil hasta la edad de siete años era del 50%, mientras en Italia lo era del 37% y en Francia del 25%. Un panorama bastante negro según podemos apreciar.

Para colmo de males y como colofón a tan oscuro porvenir, de vez en cuando aparecía una pandemia generalizada que barría la geografía española, dejando multitud de huérfanos y viudas a su paso y provocando tremendas hambrunas en los años siguientes. En 1855 Corral de Almaguer se vio afectado por una terrible epidemia de cólera que sumió en la miseria a sus habitantes. La hambruna posterior (1856) fue de tal magnitud, que el propio ayuntamiento tuvo que organizar varias obras públicas para dar trabajo a los vecinos y exhortaba a los grandes terratenientes a hacer lo mismo para aplacar la enorme miseria de la población.

Inundación de 1956 desde las afueras de la población
Aunque si de epidemias se trata, la de Colera de 1885 batió todos los records habidos y por haber (423 muertos) elevando a nuestro municipio al número uno del ranking de mortalidad de la provincia. En aquella ocasión Corral de Almaguer vivió una de las peores experiencias de su historia, descendiendo a la Edad Media en lo que se refiere al auxilio y atención de enfermos, fruto del abandono de las autoridades, el miedo al contagio y la desesperación de los vecinos por sobrevivir. Una vez más se buscó remedio en los santos y fueron sacados en procesión, pero nada pudieron hacer para remediar la epidemia. El tema es tan interesante, que merece la pena que lo tratemos en otro artículo.

 
Plagas e inundaciones


Sin embargo y aunque no lo creamos, no acababan aquí las penurias de nuestros abuelos y bisabuelos. Antes bien, como si los cielos se hubieran conjurado contra ellos, a todo lo anterior hay que añadir una serie de catástrofes naturales que azotaron sin piedad a la población.

Circo afectado por las inundaciones de la feria de 1979
Plagas de langosta se hicieron presentes durante los años 1875,1876 y 1886, provocando la pérdida de buena parte de las cosechas y la hambruna posterior, además de la aparición de violentas riadas que acabaron por sumir a los vecinos en la miseria total y la desesperación.

Debemos aclarar respecto a éste último punto que, desde la fundación de la localidad, las tierras de Corral de Almaguer se habían visto inundadas periódicamente por las crecidas del Riansares. Crecidas que no solían comportar excesivo peligro, dado que nuestros antepasados, con buen criterio, supieron instalar el municipio en un cerro elevado y rodearlo de murallas que sirvieran, no sólo para la defensa, sino también para retener la inundación. Esas riadas, que en ocasiones arruinaban los sembrados cercanos al río, dejaban a su vez un sedimento de limo, que fertilizaba sobremanera las vegas y multiplicaba en los años siguientes sus posibilidades de producción. Conscientes de que el río les daba la vida, por más que de vez en cuando se cobrase sus derechos de paso, fomentaron la plantación de un sotobosque en sus riberas, para que ayudase a retener la fuerza de las aguas.

Plaza del Pilar durante las inundaciones de septiembre de 1979
Pero el pueblo creció y creció, y las casas comenzaron a derramarse más allá de las murallas. Al principio y con buen criterio, en un cerro que sobresalía al otro lado del río (como a dos tiros de ballesta) y que acabaría formando el arrabal de San Sebastián. Cierto que resultaba un poco lejano de la localidad, pero este era el precio que había que pagar por poner a salvo de las aguas las vidas de los vecinos, además de resultar perfecto para excavar cuevas o silos donde pudieran encontrar morada las familias menos favorecidas del municipio.

A partir del siglo XVI, el creciente asentamiento de familias, hizo que surgiera otro arrabal en una zona menos protegida de las aguas, aunque todavía lo suficientemente alta para mantenerse al margen de la crecidas. El arrabal en cuestión era el de la Concepción, que se mantuvo al principio apilado en una franja de pequeñas casas que descendían entre las actuales calles de Dimas de Madariaga y la Concepción, hasta llegar a la antigua ermita del mismo nombre (actual plaza de la Concepción).

Sin embargo el vecindario siguió aumentando y los más pobres no tuvieron más remedio que buscar nuevos terrenos donde construir sus viviendas, lejos ya de lo que dictaba la más mínima prudencia. Fue entonces cuando comenzaron a aparecer pequeñas viviendas más allá de la plaza de la Concepción, rumbo a la puerta del agua (actuales calles del Agua y de la Piedad), al igual que ocurrió en la franja comprendida entre las actuales calles Conta y ronda Conta.

El parque en la inundación de 1979
Evidentemente y por mucho que intentasen elevar el terreno, el riesgo estaba presente y la cólera de la naturaleza acechante con cada tormenta. Si tenemos en cuenta que por aquel entonces no existían canalizaciones de desagüe ni alcantarillado, entenderemos que las aguas se precipitasen como torrentes buscando el desnivel y se acumulasen en las partes más bajas de la localidad formando extensas lagunas.

A comienzos del siglo XIX este problema se intentó solucionar excavando el actual cauce del río a su paso por la población, a la vez que eliminando posibles obstáculos o lugares de remansamiento de las aguas, como la laguna de la Serna o los tres molinos harineros que existían antes de la entrada del Riánsares en el municipio. Con ese mismo fin se construyó también el dique de desagüe conocido como malecón, destinado a evacuar las aguas acumuladas entre el pueblo y el arrabal en la zona conocida como vega del hondón.  Pero todo fue en vano, pues las crecidas seguían produciéndose y las aguas buscando su curso natural, recordándonos lo difícil que es poner puertas al campo.

Décadas más tarde y con motivo de las graves inundaciones de que hablaremos a continuación, se construyeron nuevos canales de desagüe destinados a aliviar las enormes lagunas que se formaban en determinadas zonas de la localidad. Surgieron así los desaguaderos de la plaza del agua y de la calle ramalazo, destinados a evacuar las aguas remansadas en la puerta del agua (actual plaza del Agua) y en el arrabal (actual plaza del Pilar).

El puente grande en la inundación de 1979
Sin embargo y aunque esto suponía algún alivio, los auténticos problemas comenzaron a partir de la segunda mitad del siglo XIX, con las desamortizaciones de que hablamos al comienzo de estos escritos y la subsiguiente tala salvaje de los montes que rodeaban el término municipal. Sin arbolado ni vegetación que retuviese las aguas, las lluvias comenzaron a precipitarse de manera torrencial, llevándose por delante todo lo que encontraban a su paso. Si a esto añadimos que la deforestación había afectado también a las localidades ubicadas más arriba del cauce del Riansares, entenderemos el porqué de las catastróficas avenidas que se produjeron a partir de entonces.

Violentas tormentas con inundaciones se produjeron durante los años 1847,1860,1864,1888 y especialmente en 1891. Afortunadamente y después de la llegada del telégrafo en 1887, el alcalde de Cabezamesada solía poner sobre aviso al de Corral de Almaguer en cuanto observaba crecimiento de las aguas y éste lo comunicaba  a su vez a los vecinos de las calles susceptibles de ser anegadas, para que buscasen refugio en la parte alta de la población. Dichas calles eran las siguientes: Tenerías, Cuerda, Puerta del Agua, Conta, Santa Ana, Piedad, Concepción, Peñuelas, Pedro Campo, Leganitos, Mayor, Peligros, Libertad, Monte Alegre, Chacón, Ciega, Sol, Ronda y algunas de las que descienden del arrabal.

En la fotografía se puede apreciar el centro de Consuegra totalmente arrasado tras la riada de 1891
Y es que en la mente de todos estaba presente la inundación de Consuegra acaecida durante ese mismo año (1891) que había ocasionado la muerte de 359 personas y había arrasado literalmente media población. Esa terrible catástrofe, que se convirtió en la segunda más importante del siglo XIX en España, ocurrió cuando por culpa de las terribles tormentas de septiembre y la rotura de la presa romana, el rio Amarguillo que atraviesa el centro del municipio y suele encontrarse seco, se precipitó con la violencia de un torrente sobre la localidad. (Las fotografías tomadas por los periódicos de la época son bastante explícitas).

El centro de Consuegra tras la riada de 1891
No habían digerido nuestros paisanos lo de Consuegra, cuando una nueva riada se precipitó en Corral de Almaguer el 14 de septiembre de 1893, llevándose por delante 19 casas y sumiendo a otras tantas familias en la desesperación. A pesar de la violencia de las aguas, no hubo que lamentar desgracias personales, por lo que los vecinos se consolaron con aquello de “dentro de lo malo lo nuestro no ha sido de lo peor”. Más aún, cuando se enteraron que en el cercano pueblo de Villacañas, esas mismas tormentas habían descargado con tal fuerza, que las aguas habían irrumpido en muchos de los 600 silos o cuevas en que vivía buena parte del vecindario, provocando la muerte de 43 personas.

Rescate en los silos de Villacañas tras la inundación de 1893
"Algún día nos tocará a nosotros" -clamaron los ancianos más agoreros de nuestra villa- "Algún día vendrá la “venida” y nos llevará a nosotros también".

No imaginaban nuestros paisanos lo cerca que estaba de producirse esa premonición.



La Gran Inundación de Corral de Almaguer

En efecto, durante la tarde del día 23 de septiembre de 1895 y después de un agobiante día de calor, oscuros nubarrones se fueron extendiendo por el horizonte haciendo presagiar tormenta. Nada que extrañase en un verano como ése, que parecía no tener prisa por acabar. Había sido un buen año de cereales y la climatología había permitido finalizar las labores del campo sin sorpresas. La feria, celebrada días atrás, había supuesto también un éxito de ventas, pues se habían efectuado numerosas compras de animales. Ahora llegaba por fin san Miguel y con ello el momento de renovar los contratos de campesinos y pastores con los amos, además de ajustar los jornales y cambiar de casa de labor si se consideraba oportuno.

Las tenerías en la inundación de julio de 1956
En esas circunstancias y con la vendimia a las puertas para regocijo de los jornaleros y sus familias, la oscuridad se abatió de repente sobre la población, pintando el ambiente con tonos de tristeza. Una violenta revolá de aire disfrazada de vendaval, barrió con ímpetu las calles del municipio, agitando con fuerza las ramas de los árboles y levantando remolinos de polvo y paja en su alocado trayecto. En cuestión de minutos comenzaron a sonar los primeros truenos y las gotas de lluvia se hicieron patentes al impactar con saña sobre casas, ventanas y tejados. Lo que comenzó como tormenta, se tornó pronto en auténtico diluvio, acompañado de fuerte pedrisco y furiosas rachas de viento. El cielo parecía venirse abajo por momentos, entre una aterradora orquesta de truenos y relámpagos que sumieron en total oscuridad a la población.

Lejos de amainar en intensidad, la tormenta fue creciendo en violencia y el miedo comenzó a hacerse patente entre los vecinos, que tenían muy presentes los desastres de Consuegra y Villacañas. Los rezos a santa Bárbara bendita aumentaron en intensidad, pero la persistente tromba de agua no parecía tener fin. Por las calles convertidas en auténticos ríos, descendía las aguas buscando las partes bajas de la localidad, arrastrando cuanto encontraban a su paso y penetrando en muchas de las casas que se interponían en su camino. El terror invadió a los vecinos en la penumbra de la noche, al comprobar que los tejados y canalones eran incapaces de contener semejante turbión, haciendo que el agua comenzara a deslizarse por las encaladas paredes de tierra que componían la estructura de la mayoría de las viviendas, inundando suelos y descendiendo en cascada por escaleras y sótanos.

La plaza del agua en la inundación de julio de 1956
En cuestión de minutos el pánico se adueñó del vecindario y montones de personas abandonaron sus hogares con lo puesto, rumbo a las zonas altas del municipio. Iluminados únicamente por el fugaz resplandor de los relámpagos y en medio de una incesante lluvia, la aterrada procesión de hombres mujeres y niños, calados hasta los huesos, parecía más una reunión de espectros que de personas. Entre continuos llantos y gritos de desesperación y con una mirada de infinita tristeza, mujeres con niños envueltos en harapos y hombres cargados con ancianos a sus espaldas, se afanaban por llegar cuanto antes a los alrededores de la plaza, porque sabían que aún faltaba lo peor.

Todos eran conscientes de que si continuaba lloviendo de esa manera, el río no tardaría en salirse de madre, empeorando aún más la inundación. No contaban nuestros paisanos con que las tormentas también estaban descargando en la cuenca alta del Riánsares y las aguas iban a precipitarse sobre el pueblo en forma de brutal avenida.

Y es que tras la pérdida de los montes y arbolados, las aguas, desprovistas de toda vegetación que las frenase, descendían de forma salvaje por las laderas de cerros y valles formando auténticas torrenteras en su camino hacia el río. A su vez el Riánsares iba recibiendo ese furibundo caudal y creciendo rápidamente en altura y velocidad según avanzaba en su trayecto. Pronto se formó una enorme e impetuosa ola de color marrón, que arrasaba todo lo que se interponía en su avance: cosechas, arboles, casas y animales.

Continuación de las tenerías en la inundación del 56
Cuando esa furiosa avenida de agua repleta de ramas, barro, troncos y demás objetos arrastrados en su camino, chocó contra las viviendas de la población, éstas se deshicieron como azucarillos, engullendo cuanto había en su interior. La crecida cobró tales dimensiones, que en las zonas bajas de la localidad las aguas alcanzaron un nivel de tres metros de altura. Algo nunca visto ni registrado en  toda la historia de Corral de Almaguer.

Ante la magnitud del desastre y temiéndose lo peor, el alcalde telegrafió al Gobernador Civil de la provincia solicitando auxilio y a los puestos de la Guardia civil más cercanos. Entre el caos generalizado y la total oscuridad, el ayuntamiento intentaba organizar una cuadrilla de auxilio para que socorriese a las muchas familias que se habían negado a abandonar sus casas, convencidas de que jamás llegarían las aguas a tan alto nivel. Afortunadamente la solidaridad vecinal funcionó y muchos jóvenes demostraron su valor trepando por los tejados y rescatando a familias enteras.

Aunque los periodistas no lo recogieron, pues se limitaron a transcribir las crónicas telefónicas, fueron muchas las situaciones de auténtico pavor vividas por nuestros paisanos. Desde los que no tuvieron más remedio que pasar la noche en el tejado acompañados por sus familias y confiando en que sus casas no fueran arrastradas por la corriente, hasta los que arriesgaron sus vidas trepando por los tejados en la total oscuridad de la noche (caso de  Luciana Leganés, que cruzó diez tejados con una niña en brazos antes de llegar a lugar seguro); sin olvidar los que sobrevivieron encaramados a un árbol, o los que estuvieron a punto de ahogarse en circunstancias mucho más angustiosas, como Nemesia Carrasco, que sobrevivió junto a dos niñas en la burbuja que formaban dos bovedillas, rezando para que no subieran las aguas.

Descenso de las aguas en las tenerías. Inundación de 1956
De la altura que llegó a alcanzar la crecida me daba cuenta mi propia abuela, quien a pesar de vivir en una zona relativamente alta, como era la calle real esquina con la calle del agua, fue evacuada por sus padres hasta una casa de las cuatro esquinas, en vista de las dimensiones que iba alcanzando la inundación. Cuando por fin pudieron regresar, se encontraron los billetes de la tienda y tahona que regentaban pegados en el techo.

Lo asombroso o milagroso –según se mire- de toda esta terrible tragedia, es que no se produjeran desgracias personales. Más aún, cuando al regresar la luz del día pudieron comprobar la magnitud de la tragedia. El espectáculo era dantesco: el centro de Corral de Almaguer se había convertido literalmente en una pequeña isla rodeada de agua por los cuatro costados. Desde lo alto de la torre se evidenciaba perfectamente la enormidad de la catástrofe. Barrios totalmente inundados en los que a duras penas se vislumbraban los tejados, calles desaparecidas del mapa, cientos de animales flotando sobre las aguas, junto a todo tipo de enseres domésticos, colchones, carros y aperos de labranza. El aislamiento de la población era total, pues las aguas inundaban todos los caminos hasta dos kilómetros a la redonda. El acceso de las ayudas, imposible.

Los periódicos españoles y extranjeros recogieron la inundación en sus crónicas telefónicas de urgencia, calificándola de muy grave, aunque manteniendo la prudencia a la hora de cuantificar las víctimas, dada la ausencia de datos.

El Riánsares volviendo a su cauce tras la inundación del 56
El día 24 Corral de Almaguer permaneció totalmente aislado entre lluvias intermitentes, intentando organizar las ayudas de urgencia a los muchos, muchísimos vecinos que habían huido con lo puesto. Fue un día trágico y enormemente triste, dominado por los gritos y llantos de aquellos que lo habían perdido todo. Una vez más la solidaridad que surge en los momentos críticos, hizo que los vecinos más afortunados se desvivieran para que no faltasen techo, comida o ropa a los más necesitados.

El día 25 por la tarde las aguas comenzaron a bajar en altura, permitiendo el acceso desde Ocaña por la calle Real. El gobernador civil, acompañado por ingenieros, médicos y guardias civiles, pudo hacer su entrada en la población para comenzar a organizar las ayudas y evaluar los daños. Las pérdidas eran enormes.

Durante los siguientes días se conocieron los primeros datos:

- 78 casas hundidas por las aguas

- Otras 68 demolidas por los ingenieros de Toledo ante el peligro de derrumbe inminente

- 150 viviendas con graves desperfectos, entre las que se encontraba el convento de Clausura

- Más de 50 caballerías ahogadas y más de 100 cerdos, junto a numerosísimas reses de ganado lanar, conejos y aves de corral.

- Graves destrozos en el puente Garzón y en los demás que atravesaban el Riánsares y acequia de Albardana. Carretera general rota por tres lugares diferentes para facilitar la evacuación de las aguas. Pérdida total de las numerosas huertas y casas de campo cercanas a  los márgenes del río y pérdida prácticamente total de la cosecha de uva de aquel año a causa del pedrisco.
 
A pesar de las ayuda inmediata de 1.000 pesetas que adelantó el gobernador civil de la provincia y otras mil que envió el encargado de las infraestructuras señor Díaz Cordovés (terrateniente de la localidad), la miseria y el hambre se iban a extender durante los siguientes años y habrían de pasar décadas hasta que se recuperase la población.

Casa afectada por la inundación de 1947


Hoy, transcurridos más de 130 años de aquella tragedia, el ser humano sigue más empeñado que nunca en alterar el curso de la naturaleza. La ausencia de vegetación es prácticamente total en la comarca, los pozos incontrolados extenúan las capas freáticas, los vertidos, productos químicos y pesticidas, nos envenenan. A pesar de la mejora en las infraestructuras de evacuación de las aguas y el encauzamiento del Riánsares a su paso por la población, las viviendas se han ido extendiendo como setas por las zonas más inundables del municipio (las vegas) al calor de la burbuja inmobiliaria. Una vez más el hombre desafía a la naturaleza pensando únicamente en su interés.

La pregunta es:

¿Se rebelará algún día la naturaleza? ¿Volverá el Riánsares a exigir sus derechos de paso?


Rufino Rojo García-Lajara (Octubre de 2016)


Fotografías (D. Crisanto Ortega y Archivo fotográfico del Bar Martínez)

1 comentario :

  1. Muy buen artículo y que ilustra los recuerdos que en algunos casos nos contaron nuestras abuelas. La de 1956 nuestras madres y la de 1979 pues nosotros mismos.

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