jueves, 20 de junio de 2013

El Tesoro del Convento de Clausura


De entre los numerosos secretos y enigmas que Corral de Almaguer aún esconde entre sus viejos muros y legajos a la espera de ser descubiertos y expuestos a la luz, ocupa un lugar de excepción, o quizás deberíamos decir ocupaba, pues desgraciadamente desde el año 2006 ya no se encuentra en nuestra localidad, un pequeño cuadro que colgaba de una de las paredes interiores del coro alto del Monasterio de Clausura. Al encontrarse instalado en la zona de reclusión de las religiosas, no era visible para los fieles que acudían a la liturgia diaria, por lo que sólo cuando se entraba en el interior del recinto monacal -con el permiso del Obispo- era posible contemplarlo en todo su esplendor.


 

Sor Trinidad, la última abadesa del Monasterio de Clausura
Precisamente en una de esas escasas visitas permitidas por el titular de la diócesis con la intención de elaborar el inventario de obras de arte que aún guardaba el Monasterio, mi acompañante y ocasional fotógrafo José Luís Martínez Ávila y un servidor, nos topamos de frente con el cuadro que motiva el presente artículo. Se trataba de un óleo de pequeñas dimensiones (40x32) y humilde enmarcado, en el que aparecía representada de medio cuerpo y sobre fondo dorado, la imagen de una Virgen de singular belleza y delicado rostro, dotada de una tez clara y sonrosada y largos cabellos castaño-rojizos que descendían formando ondulaciones prácticamente hasta la cintura. Vestía una aterciopelada túnica azul oscura recogida en el talle por un lazo, y en la bocamanga derecha se dejaba traslucir parte de la camisola de color rosado que envolvía su interior. María miraba con dulzura a un niño Jesús totalmente desnudo y sentado en su regazo, que se giraba y parecía querer alejarse de su madre sujetando entre las manos los cardos que simbolizaban su pasión. La imagen de la Virgen contrastaba fuertemente con el intenso fondo dorado y con los dos ángeles que flanqueaban la parte superior, portando una corona que se disponían a colocar sobre su cabeza.

 
Visita al Monasterio de Clausura (segunda mitad de los ochenta)
 
 
La pintura, con pocas nociones que se tuvieran de arte, presentaba -a pesar del fondo dorado- un innegable estilo gótico flamenco tanto en las formas como en la técnica y estilo, pero dado que se encontraba en un perdido convento manchego, a nadie se le pasó por la cabeza la posibilidad de que aquel cuadro fuera original o tuviera algún valor. Saltándose las ancestrales normas internas que obligaban a hablar a las monjas solamente cuando la madre superiora lo permitiera, la siempre alegre y espontánea Sor Trinidad (religiosa natural de Corral de Almaguer que acabaría convirtiéndose en la última abadesa del Convento) me susurró al oído, aprovechando que la superiora miraba para otro lado: “ése de ahí sí que tiene valor”. Sorprendido por la reacción de aquella monja de ingenua y bondadosa sonrisa con la que luego me uniría una cariñosa amistad, recogí el comentario con el mismo disimulo que ella había utilizado conmigo y sellamos nuestro secreto con una mirada de complicidad.


Transcurridos casi veinte años de aquella visita, tuvimos noticia de que el Museo del Prado había organizado una exposición denominada “Arte Protegido” en la que aparecían recogidas las numerosas obras de arte salvadas durante la guerra civil por un puñado de valientes republicanos amantes del arte y de la cultura que, de manera desinteresada y en no pocas ocasiones arriesgada, fueron capaces de montar un operativo que protegiera de la incultura, las bombas y la acción anárquica de las masas (que descargaban sus frustraciones contra la iglesia por considerarla aliada del poder y del dinero) las mejores obras de arte de la Nación. Pues bien, para sorpresa nuestra, en algunas de las fotografías y documentos que componían aquella exposición, aparecían las obras de arte incautadas y salvadas de Corral de Almaguer durante el año 1938, tanto de la Iglesia Parroquial, como del Monasterio de Clausura y de unas cuantas casas importantes de la localidad.

 
Emocionados al comprobar la cantidad de cuadros, objetos litúrgicos, bibliotecas enteras y valiosos muebles que aquellos hombres habían logrado salvar en nuestra localidad, decidimos investigar más a fondo sobre el tema. Gregorio Martínez Chacón y José Muñoz Fernández-Clemente (por aquel entonces presidente de la Asociación de Amigos de Corral de Almaguer) fueron los encargados de indagar en los cuadernos y anotaciones de aquellos osados amantes del arte -a los cuales debemos que el museo del Prado siga siendo en la actualidad una de las mejores pinacotecas del mundo- y solicitar las oportunas copias de las fotografías que reflejasen las obras y objetos artísticos procedentes de Corral de Almaguer.

 
El cuadro del convento en las fotografías de
la Junta de Incautación Republicana
Para sorpresa nuestra, ocupando el primer lugar entre las obras de arte incautadas en Corral de Almaguer, aparecía el famoso cuadro de las Monjas. En las anotaciones de aquellos valientes salvadores del arte, la tabla procedente del Monasterio de Clausura aparecía identificada como posible obra de Juan de Flandes, pintor favorito  de la reina Isabel la Católica, aunque, al seguir investigando, Gregorio Martínez Chacón descubriría finalmente que la autoría del cuadro correspondía a otro de los grandes genios de la pintura flamenca de finales del siglo XV y comienzos del XVI: Gérard David.

 
Impresionados por tan asombroso descubrimiento, celebramos pletóricos nuestro curioso hallazgo, sin pensar que nuestra capacidad de sorpresa aún no había terminado, pues poco tiempo después comprobamos que la colección de pintura flamenca del Museo del Prado atesoraba entre sus obras un cuadro de similares características al nuestro, y la Catedral de Toledo lucía también entre sus joyas pictóricas un tercer cuadro gemelo de los anteriores. Nuestro estupor iba en aumento, pues aunque conocíamos que era perfectamente normal que los pintores y escultores flamencos elaboraran varias copias de una misma obra de éxito para cubrir la demanda, nos resultaba muy difícil relacionar un óleo de esta calidad y características con Corral de Almaguer.
 

El cuadro en el sillón de Cisneros que preside
la Sala Capitular de la Catedral de Toledo
Y es que siguiendo con la investigación, descubrimos que el cuadro existente en el Museo del Prado procedía nada menos que de la colección privada que el Emperador Carlos I trajo a España cuando fue nombrado Rey; y el de la Catedral de Toledo había sido adquirido por el propio Cardenal Cisneros cuando fue elevado a la dignidad arzobispal, convirtiéndose de facto en el cuadro de devoción más apreciado por aquel importante religioso. Tanto es así, que desde entonces y hasta hace pocas décadas, el pequeño óleo de la Virgen con el niño coronada por dos ángeles de Gerard David, ocupó siempre la silla arzobispal de la Sala Capitular de la Catedral de Toledo en ausencia de los obispos, siendo conocido por todos como la Virgen de Cisneros. Con posterioridad fue reintegrado al museo de la catedral junto con el resto de pinturas, y ocupó un lugar preeminente en la exposición del año 2005 denominada “Ysabel la Reina Católica”.

 

Conocidos todos estos pormenores, la pregunta que nos surgía a continuación era la siguiente: Si el Emperador y el Cardenal Cisneros habían sido los propietarios de las otras dos obras gemelas del cuadro de las monjas ¿quién en Corral de Almaguer había tenido el suficiente dinero, poder y contactos en la Corte, para costear y adquirir un cuadro de semejantes características y cómo había llegado ese cuadro al Monasterio de Clausura?

 
Revisando la historia del Corral de Almaguer de comienzos del siglo XVI, no es difícil llegar a la conclusión de que la posesión de pinturas al óleo entre las familias nobles de la villa fue una rareza y más aún si se trataba de obras cotizadas de autores famosos. Pero si ya era extraño encontrar pinturas que adornasen las casas de los hidalgos locales, encontrar una familia que pudiera costear un cuadro de devoción de estas características y encima tuviera contactos en la Corte, resultaba toda una excepción, por lo que nuestra búsqueda se concentró prácticamente en dos familias: Los Ramírez de Arellano y Los Almagueres.

 
Sala Capitular de la Catedral de Toledo con el cuadro de Cisneros presidiendo
la silla arzobispal
Los primeros porque uno de sus miembros -el obispo don Diego Ramírez de Villaescusa- estuvo una buena temporada en Flandes como capellán de Juana la Loca y Felipe el Hermoso y asistió al bautizo del futuro Emperador Carlos I, pudiendo perfectamente hacerse con algún cuadro del famoso pintor de Brujas; y los segundos porque otro de sus miembros -Francisco de Almaguer- ocupó el cargo de Contador Mayor durante buena parte de los reinados del Emperador Carlos I y su hijo Felipe II, y por lo tanto no tuvo más remedio que entablar contacto con los artistas y marchantes del arte, dado que él en última instancia era el encargado de pagar las obras pictóricas que iban engrosando las famosas colecciones reales españolas.

 
Descartadas el resto de familias nobles corraleñas tanto por su desinterés por la pintura como por la dificultad de acceso y elevado precio de este tipo de óleos, sólo nos quedaba averiguar cómo llegó el susodicho cuadro al Convento de Clausura

 
Para contestar a esta segunda pregunta, debemos avanzar que tanto el Monasterio de Clausura de Corral de Almaguer, como buena parte de los conventos femeninos españoles de aquel tiempo, se fundaron para que se retiraran en ellos las hijas de las familias nobles y pudientes de la comarca que, por diversas circunstancias, no habían podido o querido desposarse en su momento. Para su ingreso, el padre debía aportar una cuantiosa cantidad de dinero -conocida como dote- que se entendía como el complemento necesario para la manutención de la religiosa durante su vida monástica y que alejaba las probabilidades de profesar como monjas a personas cuyas familias no tuvieran un mínimo de capital (excepto las que entraban como criadas de las anteriores y con el tiempo acababan como monjas de pleno derecho). Era también costumbre y estaba permitido, que las religiosas ingresaran en la clausura acompañadas de cierto enseres y útiles personales de devoción, como alfombras, braseros, arcones, escritorios, cuadros, crucifijos etc… que les hicieran más cómoda y llevadera su estancia en el convento, por lo que ésta sería con toda probabilidad la manera en que el cuadro entró a formar parte de la decoración del Monasterio.

 
Aclarado éste segundo punto, solamente nos quedaba verificar si existieron monjas en el Monasterio de San José provenientes de alguna de las dos importantes familias mencionadas anteriormente.

 
La suerte quiso acompañarnos de nuevo, pues al no encontrar a ninguna religiosa de la familia Ramírez de Arellano entre las monjas que ingresaron en el convento desde su fundación hasta comienzos del siglo XVII; y descartar a casi todas las demás que profesaron durante esas mismas fechas por no reunir las condiciones económicas necesarias para poder adquirir un cuadro de semejantes características, nuestras pesquisas se redujeron prácticamente a dos únicos nombres: doña María de Mendoza y doña Jerónima de Almaguer.

 

Doña María de Mendoza era una joven de talante autoritario y caprichoso procedente de una rama secundaria de la importante familia de los Mendozas (aunque no hemos podido descubrir su localidad de procedencia) que había entrado en el Monasterio de Clausura a la fuerza y sin vocación ninguna, por exigencia de su padre. Ésta circunstancia marcó su estancia en el Monasterio y fue la causa de los continuos conflictos y problemas -algunos de bastante gravedad- que sacudieron el convento durante esta primera etapa y a punto estuvieron de provocar su cierre. Para descanso de las monjas y autoridades civiles y religiosas, doña María de Mendoza solicitó finalmente su exclaustración alegando una grave enfermedad y se marchó exigiendo que le devolviesen sus enseres y hasta el último ducado de la dote.

 
Doña Jerónima de Almaguer, por el contrario, era una joven dulce e ingenua dotada de finos modales y una exquisita educación. Su padre era don Francisco de Almaguer, sobrino del Contador Mayor del Rey Carlos I y Felipe II del mismo nombre y su madre la nieta del comendador Collado. Con estos antecedentes, unidos a su gran belleza, doña Jerónima se había convertido a sus dieciséis años en la joya más preciada del municipio y en la dote más cotizada de toda la comarca, por lo que su padre la tenía bien guardada y protegida en espera de encontrarle un marido que estuviera a la altura de las circunstancias.

 
Pero quiso el destino que doña Jerónima se enamorara perdidamente de un apuesto joven de condición económica muy inferior a la suya y antecedentes de mujeriego, al que se entregó en cuerpo y alma como ingenua adolescente que era. Su padre la envió inmediatamente al convento de clausura –al principio de forma temporal- con la esperanza de que la vida religiosa le hiciese reflexionar y olvidase ese apasionado amor adolescente que había comprometido la honra de la familia. Sin embargo, por diversas circunstancias que serían largas de explicar (véase el libro Grandezas y Bajezas de la aristocracia corraleña del siglo XVI) doña Jerónima decidió finalmente tomar los hábitos y profesar como monja en el convento de clausura.

 
Obviamente a doña Jerónima, dada su riqueza, jamás le faltó mobiliario ni objetos variados de devoción con los que adornar su celda y hacer más llevadera su estancia en el convento. De entre todos esos objetos permitidos para decorar su aposento, entendemos que el cuadro de la Virgen con el niño de Gérard David debió presidir la intimidad de su celda y ocupar un lugar privilegiado desde donde elevar sus oraciones diarias. No podemos precisar, sin embargo, si la mencionada tabla flamenca entró con ella en el convento tras su desafortunado romance, formó parte de la dote que entregó su padre una vez profesó definitivamente como monja de clausura, o procede de la magnífica herencia recibida de su tía abuela doña María de Almaguer (hija del contador del rey Felipe II) que murió sin descendencia.


Estudios comparativos

 
Una vez analizados el cuándo, el cómo y el porqué de la presencia del cuadro en el Monasterio de Clausura, sólo nos quedaría recoger los rasgos identificativos que lo unen a la vez que lo diferencian de sus otras dos tablas gemelas: la del Museo del Prado y la de la Catedral de Toledo.

 
 A simple vista, resulta más que evidente un detalle significativo: mientras en el cuadro del Museo del Prado la Virgen gira la cabeza y sostiene al niño en la parte derecha de su regazo, en los otros dos lo hace hacia la izquierda. Es difícil encontrar una razón para este curioso detalle aparentemente banal, pero no parece descabellado imaginar que el pintor de Brujas quisiera establecer una clara diferenciación entre el cuadro del Emperador -pintado por él en su totalidad- y los otros dos cuadros, copias del anterior, realizadas como consecuencia de encargos posteriores y probablemente por los miembros de su taller. No olvidemos que era habitual entre los pintores consagrados y con talleres de cierto renombre, que en copias de estas características el titular se dedicase únicamente a terminar las zonas que revestían mayor dificultad, como las caras, las manos o, como en éste caso, el cuerpo del niño, que es donde el maestro imprimía su estilo personal.

 
Otro detalle que viene a corroborar esta teoría, es la complejidad y riqueza decorativa que exhibe el vestuario y la propia imagen de la Virgen del Museo del Prado (cenefas con pedrería, gran lazo ceñidor, cadena del cuello, diadema de perlas en el cabello) en comparación con los otros dos mucho más convencionales y sencillos, elaborados para atender la demanda. Por lo demás, el cuadro de la Catedral de Toledo y el del Convento de Clausura son prácticamente idénticos y sólo se diferencian en mínimos detalles difíciles de apreciar a primera vista y en el hecho de que el cuadro de la Catedral está totalmente restaurado, mientras el del Monasterio de Clausura, después de superar 500 años de existencia, la Guerra de la Independencia, la desamortización de Mendizábal y la Guerra Civil, presenta los desperfectos lógicos del paso del tiempo y los numerosos traslados. No obstante, los tres reflejan la misma ternura y delicadeza que sólo Gérard David sabía imprimir en las caras de sus vírgenes y que tanta fama le reportó en su momento.

Los tres lienzos: el del Monasterio de Clausura, el de la Catedral de Toledo y el del Museo del Prado
 
Y una vez finalizada esta investigación, sólo nos queda recoger la sensación de tristeza que nos invade al comprobar que una cuadro que valía más que todo el convento, haya salido para siempre de nuestra población con rumbo impreciso, en vez de haber permanecido en el Monasterio con el resto de obras de arte que lo adornaron durante tantos siglos, o haber enriquecido con su presencia el pequeño pero interesante museo parroquial. Ciertamente Corral de Almaguer no es Pastrana, ni sus habitantes se levantarán jamás para defender su historia y su patrimonio como ocurrió en aquel pueblo de Guadalajara, pero, unas veces por desconocimiento –como en este caso- otras por desinterés y omisión, y otras por pura ignorancia, la realidad es que nuestra localidad sigue perdiendo sus cada vez más escasas señas de identidad como municipio sobresaliente que una vez fue en la comarca, para convertirse poco a poco en un pueblo manchego más, sin personalidad, sin alma, sin atractivo para sus habitantes y menos aún para el turismo.

 

Rufino Rojo García-Lajara (julio de 2013)

 

 
Dedicatoria: este escrito va dedicado a Sor Trinidad, la última abadesa del Monasterio de Clausura de Corral de Almaguer –fallecida en pasadas fechas- con la que siempre me unió una especial relación de cariño.

 

Nota: La Virgen con el niño y dos ángeles que la coronan de Gérard David, es el emblema y cartel de la exposición actual del Museo del Prado “La belleza encerrada” que permanecerá abierta hasta el 10 de noviembre de 2013

 

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